Una fotografía es, en apariencia, algo sencillo: una imagen capturada en un papel, en la pantalla del celular o en la memoria de una cámara digital. Sin embargo, detrás de ese instante congelado hay un fenómeno fascinante que combina física, química, matemáticas y tecnología. La fotografía es, en esencia, el arte y la técnica de registrar la luz que proviene de un objeto y fijarla en un soporte para poder conservarla, reproducirla y compartirla. Cada vez que miramos una foto estamos contemplando una huella luminosa del pasado, una copia visual de lo que existió en un momento preciso.

Para comprender cómo se forma una imagen fotográfica, conviene imaginar lo que ocurre cuando abrimos una ventana y observamos el paisaje exterior. Nuestros ojos reciben rayos de luz que provienen de distintas direcciones, los enfocan mediante el cristalino y los proyectan sobre la retina, donde se forman imágenes invertidas que el cerebro interpreta. Las cámaras funcionan con un principio semejante: la luz atraviesa un sistema óptico —el objetivo o lente— que se encarga de enfocar los rayos y concentrarlos en un plano sensible. Ese plano puede ser una película fotográfica recubierta de sales de plata o un sensor electrónico lleno de diminutas celdas fotosensibles, llamadas píxeles.

En el caso de la fotografía analógica, cuando la luz impacta en la película ocurre una reacción química: los granos de haluro de plata cambian de estado y, tras un proceso de revelado, se convierten en zonas oscuras o claras que forman la imagen. En la fotografía digital, el mecanismo es electrónico: la luz genera cargas eléctricas en cada píxel del sensor, y esas señales se traducen en valores numéricos que una computadora organiza para producir la fotografía. Aunque los procesos sean distintos, el principio común es el mismo: capturar la luz y transformarla en un registro estable que pueda ser visto más tarde.

Lo interesante es que la fotografía puede interpretarse también desde un punto de vista matemático. Toda imagen no es más que una distribución de intensidades de luz en el espacio, y esa distribución puede analizarse usando la transformada de Fourier. Esta herramienta matemática permite descomponer una imagen en sus frecuencias espaciales, es decir, en los patrones básicos de variación de luz y sombra que la componen. Dicho de otro modo, una fotografía es una combinación de detalles finos (altas frecuencias) y estructuras más amplias y suaves (bajas frecuencias). Por ejemplo, las arrugas de un rostro o las hojas de un árbol corresponden a frecuencias altas, mientras que el contorno general de la cara o el cielo uniforme corresponden a frecuencias bajas. La transformada de Fourier es fundamental porque nos ayuda a comprender cómo la lente y el sensor procesan la información y cómo, en muchos casos, la nitidez o la pérdida de detalle en una foto dependen precisamente de qué frecuencias se conservan y cuáles se pierden.

El proceso de formación de una imagen también depende de varios factores clave. Uno de ellos es el diafragma, una abertura ajustable en la cámara que regula cuánta luz entra. Si se abre mucho, entra más luz, lo que puede ser útil en lugares oscuros, pero reduce la nitidez de los objetos en distintas distancias. Si se cierra, se logra una mayor profundidad de campo, es decir, más zonas enfocadas, aunque se necesite más tiempo de exposición. Otro factor esencial es la velocidad de obturación, que determina cuánto tiempo permanece abierto el obturador dejando pasar luz. Una fracción de segundo muy corta puede congelar el movimiento de un colibrí batiendo sus alas, mientras que una exposición más larga permite captar las estelas luminosas de los autos en una avenida nocturna. Finalmente, la sensibilidad del soporte (ISO) influye en qué tan sensible es el material o el sensor a la luz, lo que facilita fotografiar en condiciones difíciles, aunque a veces con un precio: el aumento del “ruido” o el grano en la imagen.

El resultado de todas estas variables es la imagen que vemos en una fotografía. Pero más allá de la técnica, la magia radica en el hecho de que estamos capturando un momento irrepetible. Cada fotografía es testigo de una circunstancia única: la sonrisa de un niño, el atardecer de un día específico, una expresión fugaz que quizá nunca vuelva a repetirse. El ojo humano tiene la capacidad de ver, pero la cámara tiene la capacidad de conservar, de hacer permanente lo efímero. Por eso la fotografía no solo es un registro técnico, sino también un puente con la memoria y la emoción.

La historia de la fotografía comenzó en el siglo XIX, cuando inventores como Joseph Nicéphore Niépce y Louis Daguerre experimentaron con materiales sensibles a la luz. Aquellas primeras imágenes requerían largas horas de exposición y eran muy rudimentarias comparadas con las actuales. Con el tiempo, la tecnología avanzó hacia placas más sensibles, cámaras portátiles, la película en rollo popularizada por Kodak y, finalmente, la era digital en la que hoy vivimos. El celular que llevamos en el bolsillo encierra en un espacio diminuto el conocimiento acumulado de siglos de ciencia y experimentación.

Así, una fotografía es mucho más que una simple imagen. Es la huella luminosa de un instante que existió, la prueba de que la luz viajó desde un objeto hasta un soporte para permanecer allí. Es también una ventana abierta a la memoria y a la emoción, un puente entre la ciencia que explica cómo se forma una imagen, las matemáticas que permiten comprender su estructura interna mediante la transformada de Fourier y la sensibilidad humana que le otorga significado. Cada vez que observamos una foto, nos enfrentamos a la paradoja de que lo efímero se hizo permanente y que lo intangible, como la luz, pudo ser transformado en algo que podemos guardar en nuestras manos.

El autor es Doctor y Profesor del Departamento de Física, Facultad de Ciencias Naturales, Exactas y Tecnología de la Universidad de Panamá.