La homilía que puso al país frente a su conciencia
En el histórico templo de Portobelo, donde la fe se mezcla con siglos de resistencia y memoria, una voz rompió el silencio de la costumbre. No fue un político ni un líder sindical, sino el obispo de Colón y Guna Yala, Monseñor Manuel Ochogavía Barahona, quien desde el púlpito pronunció una homilía que trascendió los muros de la iglesia y se convirtió en un llamado nacional. Con palabras firmes y serenas, el prelado habló de lo que muchos prefieren callar: la corrupción, la desigualdad y la pérdida del sentido moral que corroe a Panamá.
Ochogavía no improvisó un discurso religioso. Su mensaje fue una radiografía del país real, ese que los informes oficiales tratan de maquillar con cifras de crecimiento económico. Habló del dolor de los pobres, del cansancio de los honestos y del descaro de quienes se enriquecen a costa del Estado. Lo hizo con la autoridad que no otorga el poder, sino la verdad. Y su sentencia fue tan simple como contundente: Panamá necesita una conversión moral, porque el problema más grave no está en los bolsillos, sino en la conciencia colectiva.
Las cifras confirman su diagnóstico. Según el informe Pobreza y distribución del ingreso de los hogares Encuesta de Hogares Años 2022 y 2023 presentado en octubre del 2024 por el Ministerio de Economía y Finanzas, el 21.7 % de la población panameña vive en pobreza, y un 9.6 % en pobreza extrema. Eso significa que más de 400 mil personas no logran cubrir ni siquiera las necesidades básicas. En las comarcas indígenas, la situación es dramática: en algunas regiones, más del 70 % de los habitantes viven en pobreza extrema. Es decir, mientras el país presume de crecimiento, cientos de miles de panameños siguen sin acceso a educación digna, vivienda ni atención médica adecuada.
El obispo habló desde esa realidad que las élites ignoran. Dijo que Panamá se ha convertido en una nación de contrastes: de rascacielos y calles sin agua, de ministerios con aire acondicionado y hospitales sin medicinas. En efecto, los problemas del sistema de salud se han vuelto cotidianos. Según reportes de la Contraloría y del propio Ministerio de Salud, casi el 40 % de los hospitales públicos presentan deficiencias estructurales graves, y más de la mitad de los centros de atención primaria carecen del personal y equipo necesario para atender a la población.
En la Caja de Seguro Social, los informes internos señalan un déficit de medicamentos que ha llegado a superar el 60 % en algunos meses, dejando a miles de pacientes crónicos sin tratamientos continuos. Los reclamos se repiten: largas filas, citas médicas aplazadas durante meses, salas de urgencia colapsadas y hospitales sin insumos básicos. La mortalidad materna e infantil sigue siendo alta en comparación con otros países de la región, especialmente en áreas rurales e indígenas, donde los traslados de emergencia pueden tomar horas o incluso días.
Estas condiciones no son fruto del azar. Son consecuencia directa del abandono institucional, del uso ineficiente de los recursos públicos y de una corrupción que drena lo que debería salvar vidas. Mientras se anuncian millonarios proyectos de infraestructura, el sistema de salud se desangra entre licitaciones opacas y negligencia. Monseñor Ochogavía no necesitó decirlo con cifras; su voz bastó para recordarnos que cada cama vacía, cada medicamento ausente y cada paciente sin atención son un reflejo del pecado social que el país se niega a mirar de frente.
Y mientras tanto, el desempleo golpea con fuerza. Según datos del Instituto Nacional de Estadística y Censo (INEC), la tasa de desempleo general alcanzó 9.5 % en octubre de 2024, un aumento frente al año anterior, y la tasa de desempleo juvenil supera el 17 %, una de las más altas de la región. Para muchos jóvenes, estudiar ya no garantiza futuro, y trabajar dignamente se ha convertido en un privilegio. La frustración social se multiplica: jóvenes sin empleo, familias endeudadas, barrios sin oportunidades y un Estado que parece mirar hacia otro lado.
“Dios no bendice la corrupción”, proclamó Ochogavía ante los fieles reunidos en Portobelo. Y ese eco trascendió las paredes del templo para llegar a todo el país. Porque la corrupción en Panamá no es un rumor: es una estructura. El Índice de Percepción de la Corrupción 2024, de Transparencia Internacional, le otorga al país 33 puntos sobre 100, ubicándolo en el puesto 114 de 180 naciones. Un reflejo de lo que todos saben pero pocos enfrentan: el dinero público sigue siendo botín político, y la impunidad, norma.
En los últimos años, los escándalos han expuesto millones desviados de fondos sociales, hospitales inconclusos, escuelas sin terminar y contratos con sobrecostos que duplican el valor real de las obras. Y sin embargo, son pocos los responsables que enfrentan condenas efectivas. La corrupción no solo roba dinero; roba confianza, esperanza y vidas. Y eso es lo que el obispo quiso recordarle al país: que la injusticia ya no se mide en cifras, sino en el sufrimiento humano que deja atrás.
El obispo no se limitó a señalar a los poderosos. También habló a la sociedad que tolera, calla o participa. A los que justifican “los vivos” mientras condenan al pobre. A los que venden su voto o su silencio. La corrupción —recordó— no empieza en los despachos del gobierno, sino en los pequeños actos de cada día. Esa es la raíz de nuestra crisis: una cultura que confunde la astucia con la inteligencia y el poder con el éxito.
Su homilía fue más que una denuncia: fue una sacudida moral. Una invitación a la responsabilidad colectiva, a entender que no hay país posible sin ética. Panamá, dijo implícitamente, no se salvará con megaproyectos ni campañas publicitarias, sino con decencia. Porque un país que pierde su conciencia se condena a sí mismo, por más millonarias que sean sus obras o sus estadísticas.
En tiempos de escepticismo, la voz de Monseñor Ochogavía recordó que la fe no es evasión, sino compromiso. Que el papel de la Iglesia —y de toda institución con poder moral— no es complacer al poder, sino confrontarlo cuando se aleja de la justicia. En Portobelo, el púlpito se convirtió en trinchera, y la homilía en espejo.
El eco de esas palabras aún resuena: no hay nación rica si su pueblo ha perdido la vergüenza.
Panamá puede seguir creciendo en cifras, pero si no crece en honestidad, seguirá vacía.
Y esa verdad, aunque duela, es la única capaz de salvarla.
La autora es Periodista


